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Transgénicos e irresponsabilidad

La difusión de un estudio elaborado por el Comité de Investigación e Información Independiente sobre Genética de la Universidad de Caen, Francia, en el que se documenta la aparición de tumores cancerígenos en ratas alimentadas con una variedad de maíz transgénico producido por la empresa Monsanto, ha reavivado el debate internacional sobre la seguridad de consumir y comerciar organismos genéticamente modificados.

La preocupación con que han reaccionado representantes y autoridades de varios países en el viejo continente es justificada en la medida en que el estudio referido representa el indicador más contundente hasta ahora sobre los impactos nocivos del maíz transgénico en la salud, si bien no es el único: un precedente ineludible es el estudio publicado en diciembre de 2009 en el International Journal of Biological Sciences, en el que se prueba que tres variedades de maíz genéticamente modificado, producidas por Monsanto, pueden ocasionar daños a los riñones, el hígado y el corazón. Mucho más documentadas están las afectaciones generadas por este tipo de organismos a la biodiversidad de los entornos en que se cultivan: durante la primera década de este siglo, el Registro de Contaminación Transgénica, gestionado por la organización británica GeneWatch, documentó más de 216 casos de contaminación transgénica en 57 países, incluido el nuestro.

Por lo que hace al ámbito económico, es innegable a estas alturas que esos cultivos han fallado como solución para erradicar el hambre y la pobreza de los campesinos en el orbe, como han sostenido sus promotores a lo largo de las pasadas dos décadas. Por el contrario, el desarrollo de esta biotecnología ha contribuido al control oligopólico de la industria agroalimentaria en el mundo, como lo confirma el hecho de que la mayoría de las patentes de transgénicos se encuentran en manos de un puñado de compañías, y que tres de ellas –Syngenta, DuPont-Pioneer y la propia Monsanto– controlan más de 90 por ciento del mercado de esos alimentos.

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